Su CV según su hija Laura
Felipe nació en Bahía Blanca en 1939. Era hijo de Fanny y José Glasman. Fanny era farmacéutica, había estudiado en Rosario cuando sólo había ocho mujeres en la facultad. Fanny quería ser bioquímica, pero debió dejar la carrera y volverse a Bahía por la enfermedad de alguien que no recuerdo.
Felipe terminó la secundaria temprano y a los 15 se fue a estudiar Medicina a Buenos Aires. Se recibió de médico a los 20, mientras trabajaba en la guardia del hospital Fiorito de Avellaneda, uno de los pocos en los que era cómodo ser judío. El trabajo de Felipe era salir a recoger borrachos y apuñalados y llevarlos al hospital. Así, dando vueltas por Avellaneda, encontró el club de sus amores: El Porvenir.
Después de recibirse de médico, Felipe se casó con Betty, a quien había conocido a los 14. Felipe se formó en endocrinología con el Dr. del Castillo, discípulo del Dr. Houssay, enseñó en la universidad, y nací yo. Como a Betty no le gustaba Buenos Aires, nos volvimos todos a Bahía. Yo tenía 3 años.
En Bahía nació Eduardo. Felipe puso su consultorio, trabajó en el Hospital Municipal y en el Naval, y enseñó en la Universidad del Sur. Después se especializó en medicina nuclear y se asoció con unos amigos médicos para crear el Centro Integral de Medicina Nuclear.
En los 70s empezó su carrera gremial en la Asociación Médica de Bahía Blanca (AMBB) como tesorero. Al tiempo vino la dictadura militar, la AMBB fue intervenida acusada de pasar plata al ERP y nos allanaron la casa. “Betty, tenemos visitas”, le gritó Felipe a Betty que estaba en el baño. Felipe nos mandó de vacaciones a lo de algún pariente y se fue a entregar, con la excusa de que sabía que había acusaciones contra él. Así hizo público lo que debía pasar inadvertido. Alguien intercedió por él y lo dejaron en paz.
Felipe fue elegido Secretario General de la AMBB en sucesivas elecciones democráticas por alrededor de 16 años. Durante esos años, la AMBB recuperó para la ciudad dos hospitales que compró fundidos, creó el programa de ciencias para la salud y la Fundación Médica, y promovió el proyecto de la Escuela de Medicina en la Universidad Nacional de Sur. También diseñó S.O.S., un sistema de atención de la salud en épocas de crisis, que proponía la donación voluntaria de horas de atención, la participación de los médicos en el sistema de trueque, y la implementación de un vademécum con nombres genéricos. Con Felipe a la cabeza, la AMBB se convirtió en la entidad gremial médica más poderosa de la provincia de Buenos Aires.
Pero el objetivo de Felipe no era el poder gremial sino el poder ciudadano. Él creía que la participación democrática generaba los anticuerpos para expulsar y sancionar la corrupción. Que era necesario distribuir los recursos disponibles en salud para el beneficio de todos. Que sólo con libertad y solidaridad se podría defender a los médicos y a la comunidad de los poderosos interesados en el negocio de la medicina.
Por eso Felipe defendía a rajatabla la independencia política de la AMBB. Por eso promovió la escuela de medicina, los hospitales, la fundación médica, y el sistema de atención en crisis. Y también por eso denunció insistentemente prácticas políticas y económicas que consideraba avasalladoras de los derechos de los médicos y de la comunidad. Lo de siempre: funcionarios públicos de salud que desarrollaban actividades incompatibles con sus funciones, creación de mecanismos de prestación de servicios de salud que beneficiaban a quienes ocupaban puestos políticos, adjudicación de licitaciones sin previo llamado a concurso, falta de legislación que impidiera este tipo de irregularidades… . No era poco. Para Felipe, ser actor del proceso democrático significaba practicar y sostener los valores de la solidaridad, el compromiso y la ética. Por eso sé que la herencia de Felipe no está en sus cuentas bancarias. Y por eso también sé que Felipe no tenía precio.
Felipe era emprendedor, comprometido, y testarudo. En febrero del 2002 se mandó a Buenos Aires a pedir fondos para lanzar la escuela de Medicina en la Universidad del Sur; venía insistiendo con ese proyecto desde hacía 10 años. El país estaba fundido y la gente trataba de sobrevivir con los bancos cerrados y sin fondos. Nadie hubiera pensado que valía la pena hacer ese viaje en ese tiempo y lugar. Pero él creía en la legitimidad de su causa y no había quien lo pare. O por lo menos eso pensábamos.
También era un hombre feliz; disfrutaba apasionadamente de todo lo que hacía, del trabajo, de la interacción con la gente, de la música, de la comida. Era austero y tenía gustos simples. Manejó un Falcon de los 70s hasta que cumplió 60 años. El auto no tenía calefacción ni dirección hidráulica y te sacaba músculos cuando doblabas, pero a él le divertía tener un auto así. Cuando el Falcon no dio más, lo cambió por un Renault 11, viejo, también sin dirección hidráulica, aunque con calefacción. Ese fue su último auto. Lo mataron cuando subía al Renault, volviendo a casa.
Le gustaba caminar por Buenos Aires, cortarse el pelo en una peluquería de la Avenida de Mayo, acompañarnos al trabajo en el subte, los perros y los chicos. Le encantaba el tango, a veces reo y a veces no; siempre quería ir a un bar a ver a alguna banda cuando nos visitaba en Nueva York; se acercaba a los músicos, les daba charla y les compraba un CD que nunca escuchaba.
Le gustaba sacar yuyos del jardín, escribir, leer, y discutir. Era charlatán, jodón y cariñoso, pero se ponía insoportable cuando algo andaba mal con su computadora Rebeca. Le tenía miedo al dentista pero no a hablar. No tenía ni idea de cómo poner un tornillo pero sabía construir. No le gustaba leer ficción, ni el cine, ni la TV, pero sí la historia, la política, la filosofía y la ciencia; leía varios libros a la vez y los recordaba todos.
Aparte del derecho de morir en su cama, pienso que la vida sólo le adeudó dos cosas: Ver la escuela de medicina en marcha, y conocer a sus nietos. Se había preparado toda la vida para ser abuelo.
Lo que tuvo, lo consiguió con pasión, inteligencia, integridad y trabajo.
Dos libros había sobre su mesa de luz el día que lo asesinaron: Uno era una compilación de ensayos sobre desigualdad económica y salud. El otro, “La responsabilidad de vivir” de Karl Popper…
Era el 28 de agosto de 2002 y tenía 63 años.
José había emigrado con su familia de Varsovia. Su padre, un Gaucho judío, compró tierras en Moisesville. Les fue bien hasta que vino la langosta. José amaba la política y llegó a ser diputado provincial. Era radical de alma.
Felipe terminó la secundaria temprano y a los 15 se fue a estudiar Medicina a Buenos Aires. Se recibió de médico a los 20, mientras trabajaba en la guardia del hospital Fiorito de Avellaneda, uno de los pocos en los que era cómodo ser judío. El trabajo de Felipe era salir a recoger borrachos y apuñalados y llevarlos al hospital. Así, dando vueltas por Avellaneda, encontró el club de sus amores: El Porvenir.
Después de recibirse de médico, Felipe se casó con Betty, a quien había conocido a los 14. Felipe se formó en endocrinología con el Dr. del Castillo, discípulo del Dr. Houssay, enseñó en la universidad, y nací yo. Como a Betty no le gustaba Buenos Aires, nos volvimos todos a Bahía. Yo tenía 3 años.
En Bahía nació Eduardo. Felipe puso su consultorio, trabajó en el Hospital Municipal y en el Naval, y enseñó en la Universidad del Sur. Después se especializó en medicina nuclear y se asoció con unos amigos médicos para crear el Centro Integral de Medicina Nuclear.
En los 70s empezó su carrera gremial en la Asociación Médica de Bahía Blanca (AMBB) como tesorero. Al tiempo vino la dictadura militar, la AMBB fue intervenida acusada de pasar plata al ERP y nos allanaron la casa. “Betty, tenemos visitas”, le gritó Felipe a Betty que estaba en el baño. Felipe nos mandó de vacaciones a lo de algún pariente y se fue a entregar, con la excusa de que sabía que había acusaciones contra él. Así hizo público lo que debía pasar inadvertido. Alguien intercedió por él y lo dejaron en paz.
Felipe fue elegido Secretario General de la AMBB en sucesivas elecciones democráticas por alrededor de 16 años. Durante esos años, la AMBB recuperó para la ciudad dos hospitales que compró fundidos, creó el programa de ciencias para la salud y la Fundación Médica, y promovió el proyecto de la Escuela de Medicina en la Universidad Nacional de Sur. También diseñó S.O.S., un sistema de atención de la salud en épocas de crisis, que proponía la donación voluntaria de horas de atención, la participación de los médicos en el sistema de trueque, y la implementación de un vademécum con nombres genéricos. Con Felipe a la cabeza, la AMBB se convirtió en la entidad gremial médica más poderosa de la provincia de Buenos Aires.
Pero el objetivo de Felipe no era el poder gremial sino el poder ciudadano. Él creía que la participación democrática generaba los anticuerpos para expulsar y sancionar la corrupción. Que era necesario distribuir los recursos disponibles en salud para el beneficio de todos. Que sólo con libertad y solidaridad se podría defender a los médicos y a la comunidad de los poderosos interesados en el negocio de la medicina.
Por eso Felipe defendía a rajatabla la independencia política de la AMBB. Por eso promovió la escuela de medicina, los hospitales, la fundación médica, y el sistema de atención en crisis. Y también por eso denunció insistentemente prácticas políticas y económicas que consideraba avasalladoras de los derechos de los médicos y de la comunidad. Lo de siempre: funcionarios públicos de salud que desarrollaban actividades incompatibles con sus funciones, creación de mecanismos de prestación de servicios de salud que beneficiaban a quienes ocupaban puestos políticos, adjudicación de licitaciones sin previo llamado a concurso, falta de legislación que impidiera este tipo de irregularidades… . No era poco. Para Felipe, ser actor del proceso democrático significaba practicar y sostener los valores de la solidaridad, el compromiso y la ética. Por eso sé que la herencia de Felipe no está en sus cuentas bancarias. Y por eso también sé que Felipe no tenía precio.
Felipe era emprendedor, comprometido, y testarudo. En febrero del 2002 se mandó a Buenos Aires a pedir fondos para lanzar la escuela de Medicina en la Universidad del Sur; venía insistiendo con ese proyecto desde hacía 10 años. El país estaba fundido y la gente trataba de sobrevivir con los bancos cerrados y sin fondos. Nadie hubiera pensado que valía la pena hacer ese viaje en ese tiempo y lugar. Pero él creía en la legitimidad de su causa y no había quien lo pare. O por lo menos eso pensábamos.
También era un hombre feliz; disfrutaba apasionadamente de todo lo que hacía, del trabajo, de la interacción con la gente, de la música, de la comida. Era austero y tenía gustos simples. Manejó un Falcon de los 70s hasta que cumplió 60 años. El auto no tenía calefacción ni dirección hidráulica y te sacaba músculos cuando doblabas, pero a él le divertía tener un auto así. Cuando el Falcon no dio más, lo cambió por un Renault 11, viejo, también sin dirección hidráulica, aunque con calefacción. Ese fue su último auto. Lo mataron cuando subía al Renault, volviendo a casa.
Le gustaba caminar por Buenos Aires, cortarse el pelo en una peluquería de la Avenida de Mayo, acompañarnos al trabajo en el subte, los perros y los chicos. Le encantaba el tango, a veces reo y a veces no; siempre quería ir a un bar a ver a alguna banda cuando nos visitaba en Nueva York; se acercaba a los músicos, les daba charla y les compraba un CD que nunca escuchaba.
Le gustaba sacar yuyos del jardín, escribir, leer, y discutir. Era charlatán, jodón y cariñoso, pero se ponía insoportable cuando algo andaba mal con su computadora Rebeca. Le tenía miedo al dentista pero no a hablar. No tenía ni idea de cómo poner un tornillo pero sabía construir. No le gustaba leer ficción, ni el cine, ni la TV, pero sí la historia, la política, la filosofía y la ciencia; leía varios libros a la vez y los recordaba todos.
Aparte del derecho de morir en su cama, pienso que la vida sólo le adeudó dos cosas: Ver la escuela de medicina en marcha, y conocer a sus nietos. Se había preparado toda la vida para ser abuelo.
Lo que tuvo, lo consiguió con pasión, inteligencia, integridad y trabajo.
Dos libros había sobre su mesa de luz el día que lo asesinaron: Uno era una compilación de ensayos sobre desigualdad económica y salud. El otro, “La responsabilidad de vivir” de Karl Popper…
Era el 28 de agosto de 2002 y tenía 63 años.
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